miércoles, 31 de diciembre de 2008

'Man of the Year'

A fuego lento, como las buenas recetas. Así es el fútbol de Xavi Hernández y así ha llegado al Olimpo de los cracks. A la hora de hacer balance del año, es más fácil quedarse con el juego exuberante de Torres, Cristiano Ronaldo o Messi. Pero lo que hace Xavi con la velocidad de un niño de seis años tiene más mérito.
De sus fabulosas cargolades cuando algún insensato le entra de golpe para robarle el balón, de su visión de juego y su recuperada ambición han salido algunos de los mejores momentos que se han visto este año en el fútbol mundial. En el año que empezó como el del hundimiento definitivo del Barça, Xavi comprendió, a sus 28 años, que había llegado su hora de decir que el equipo es suyo.
Lo hizo en un equipo en ruinas en que sólo Milito y Touré rendían al nivel Barça. Él, que lleva en su cabeza el mapa secreto de la ruta Cruyff hacia los secretos del buen fútbol, pasó de ser un arquitecto lúcido a un ejecutor perfecto. Acabó la temporada con su récord de goles y, sobre todo, demostrando a Deco que era mejor que él. Luego volvió de la Eurocopa convertido en el centrocampista más decisivo del continente, capaz de abrir la lata en semifinales, y tan bueno que hasta un mal pase suyo se convirtió en el gol decisivo que dio a España el título.
Lo mejor estaba por llegar. El nivel que está ofreciendo Xavi en estos tres meses de sinfonía exquisita con Guardiola supera a cuanto se haya visto de él hasta ahora. Lo ha hecho, además, ante el escepticismo de la eterna legión de críticos que le acompaña. Pero los números no engañan: suma seis goles y 14 asistencias. Sólo Messi es más productivo, pero el seis, además, acompasa las agujas del reloj del Barça.
Maqui, ese jugador feo, pequeño, diestro y sin cambio de ritmo ha alcanzado este año el nivel prodigioso de Lampard y Gerrard, y lo ha hecho sin zapatazos y reivindicando la artesanía del fútbol de toque.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Sobre la felicidad

El buen barcelonista lleva una semana levantándose mal. Encendiendo el teléfono móvil con la certeza de que le han llamado del hospital, de que ha ocurrido una desgracia. Consultando si su banco ha quebrado. Sorprendiéndose cada vez que abre el armario y dentro no encuentra a ningún hombre musculoso con un escudo del Espanyol tatuado en el tríceps. Comprobando, asombrado, que Messi no ha dado positivo en ningún control antidoping. Muchos han optado por somatizar tanto desconcierto, pillar la gripe y así poderse quedar en la cama a meditar su suerte.
Y todo porque la semana prevacacional fue tan perfecta (el clásico, el sorteo de Champions, la victoria en Villarreal, la ventaja en lo alto de la clasificación y los fichajes de La Banda) que el barcelonista espera ahora que se le castigue por tanta felicidad. Uno no sabe si esta predisposición innata al sufrimiento tiene raíz en nuestra cultura judeocristiana ("¡Arrepentíos, arrepentíos!") o se explica más bien por la historia del club: el robo de Di Stéfano, los palos de Berna, las dos décadas de Rexach, las lesiones de Maradona, los penaltis de Sevilla, etcétera.
La realidad es que el Barça es así. Patidor y cenizo. Los culés suelen coincidir en que la alegría por ganar la primera Liga de Rijkaard fue menor a la tristeza del desastre del Tamudazo. El éxtasis de la Champions de París habría sido una minucia al lado del luto que habría seguido en caso de haber perdido. De hecho, en este club sólo idiotas insensatos como Maxi López han sabido celebrar las cosas como se merecen. Miren a Belletti: él sí parecía del Barça. Marcó el gol de la década y no sabía si reír o llorar. Lo celebró una hora después de acabado el partido, saliendo en chancletas al césped de Saint Denis a escuchar el silencio del estadio y a mirar la portería donde hoy está su altar.
El Barça, en la victoria, parece un escolar tímido al que la profesora más odiosa felicita por un examen: sólo quiero que acabe el tormento. Y en la derrota, pues eso: reniega de Di Stéfano, de los palos cuadrados, de Duckadam, de Gaspart y de la madre que los parió a todos.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Morir en azulgrana

Tenía el aspecto inconfundible de un freak o de un postyonki. Era uno de esos culés al filo de la patología mental que pasaba el día en el Camp Nou, viendo entrenamientos de mayores y niños, paseando arriba y abajo, y ejerciendo de embajador de los jugadores entre los aficionados y de cónsul del culé en el vestuario.
Su indumentaria se componía inevitablemente de chándal o ropa ajada y por eso sorprendió a todo el mundo cuando el pasado sábado apareció en el Miniestadi entrajado para ver jugar al Orihuela y al Madrí, esos equipos menores. Ocurrió que los jugadores del Barça Atlétic le querían hacer un homenaje y le habían regalado un segundo traje, el oficial del equipo.
Con su atípica vestimenta, pero con el moreno y el graciejo de siempre, Cristóbal vio a los chavales, que ganaron por 4-0, antes de desplazarse al Camp Nou a asistir al último Clásico de su vida. Las televisiones le han recordado esta semana en escenas que recuerdan que los futboleros de verdad tienen un inevitable punto de locura. Hablaba con Eto'o de qué había comido, se abrazaba a Jorquera -sí, el que había antes del señor de la coleta- y aprendía a chutar con rosca con un maestro llamado Ronaldinho.
Si le hubieran preguntado cómo quería morir, Cristóbal habría pedido caer fulminado después de que su equipo masacrara el Madrí. Alguien le escuchó y le concedió un infarto al poco de que el húmero de Cannavaro comprobara la dureza de los palos del Camp Nou. En la semana en que se decide el futuro europeo del Barça, viene bien recordar que a este hombre le daba igual el alevín de la Rapitenca que el Milan. Porque él era del Barça, el equipo que juega a 50 metros del cementerio de Les Corts donde fue enterrado.

domingo, 14 de diciembre de 2008

El día perfecto

En la caverna corre hoy la cerveza y se asan jabalís. Sus gentes se abrazan y cantan canciones desafinadas. Hay cola en los kioscos y ganas de sintonizar Antena 3. Es el merecido homenaje que tienen los buenos guerreros, los que sobrevivieron al Clásico y pueden celebrar haber nacido a este lado de la trinchera.
El Barça-Madrid es siempre un día especial, en que se concentran las emociones y se embotan los sentimientos. El de ayer no fue una excepción: de Barcelona a Pekín y de Pekín a Nueva York hubo gente que estrenó televisor nuevo para ver a Messi más guapo. Hubo gente que recurrió a sus fieles de las grandes noches para reeditar la tradición de la danza de la guerra ante el eterno rival, hubo quien se reencontró con su infancia de batas azules y rojas -de blanco iban las enfermeras que te pinchaban el brazo un segundo después de preguntarte si te gustaba el fútbol, ¡traidoras!-. Y hubo corazones que justo ayer dijeron que no pueden más y pasaron el partido en un quirófano entre batas blancas.
Todo eso fue un Barça-Madrid que dejó escenas imborrables. Mecidas por el Perfect Day de Lou Reed se suceden hoy imágenes de esa calamidad desvergonzada que se llama Drenthe, del fanatismo de Sagado besándose el escudo, la grandeza de Casillas volando bajo la lluvia para parar un penalti, la locura africana celebrando un gol, los puños de Valdés bajo el chubasco, la legión de ancianos de la grada recibiendo con una muralla de cuernos a Palanca en un saque de banda.
El Barça-Madrid es la mirada de Messi fija en el balón antes de que le llegara en el último minuto, cuando ya había decidido lo que iba a intentar. Es ese balón flotante [http://es.youtube.com/watch?v=Y7JI1a-iS6k (1' 29")], colgado del aire mientras el argentino y otras 100.000 personas lo empujaban con los ojos hacia la red.
Fue una dulce agonía que ocurrió instantes antes de que Barcelona entera se abrazara a un barril de cerveza para poner punto y final al día perfecto.

jueves, 11 de diciembre de 2008

La pesadilla

El barcelonismo comparte una pesadilla: en ella, sobre fondo verde y ante el silencio sepulcral de la multitud, una decena de jugadores vestidos de blanco se abraza.
Eso no cambia ni siquiera en tiempos de euforia, en que el club quiere ganar, el vestuario es una piña y el equipo hace un fútbol excelso. Llega La Banda rota, como el espejo roto de las convulsiones que ha vivido la Casa Blanca en el último lustro, con un fútbol lamentable y una alineación escandalosamente descompensada.
Pero es el Madrid, el equipo más ganador de la historia del fútbol. Y es el Barça, el equipo que ha tenido la épica misión de plantarle cara proponiendo fútbol de museo, funambulsimo táctico y malabarismos con la pelota. La caverna vive una semana de miedo, casi de depresión. La llegada de Juande hará reaccionar al vestuario blanco. Elementos como Guti o Sergio Ramos se agigantan estos días en un equipo desesperado y acuciado por la posibilidad de salvar una temporada que pinta fea. El orgullo de Raúl, Hijo de Di Stéfano, acalla toda lógica de la superioridad arrasadora azulgrana. Y Dios no quiera que para hablar de Saviola haya que sacar del olvido a personajes lamentables como John Wilkes Booth.
Para añadir histeria a la situación, el fútbol ha mandado un aviso esta semana: el Barça sigue siendo el de los palos cuadrados de Berna, el equipo que queda primero de grupo para exponerse a un enfrentamiento con Chelsea, Inter, Olympique o Arsenal.
Que empiece ya. Que acabe. Que por lo menos rasquemos un empate. Que disfrutemos de esta pesadilla del fútbol por muchos años.

viernes, 5 de diciembre de 2008

El último imperio

Ésta es una entrada de homenaje a la sufrida generación que aprendió a insultar, a renegar y a emplear vocablos que escandalizaban a sus madres viendo en el televisor a Buyo, Míchel, Butragueño, Martín Vázquez, Hugo Sánchez y compañía. Los barcelonistas que nacieron al fútbol tras el desastre de Sevilla vivieron un interminable lustro entre 1986 y 1990. Ser del Barça equivalía a llorar, frustrarse y dudar de una cosmogonía balompédica, que un año tras otro llevaba el "Aquest any, tampoc" al Camp Nou. En aquel tiempo, el único consuelo posible consistía en exorcizar los demonios propios insultando con saña a los jugadores del equipo campeón cuando jugaban en el Camp Nou.
Dejando aparte el último par de décadas de asombrosos éxitos del Barça, el fútbol español tiene dos etapas: antes de Di Stéfano, y después de Di Stéfano. En los años remotos, antes de que La Saeta inculcara al Madrid su insaciable voracidad, no había un claro dominador en el fútbol español: el Barça era el equipo con más títulos (seis), seguido de Athletic de Bilbao (cinco), Atlético de Madrid (cuatro), Valencia (tres) y Real Madrid (dos).
Pero con el portento argentino de su lado, el equipo blanco convirtió la Liga española en su coto privado de caza. Dicen los antiguos que los árbitros ayudaron. Con perspectiva, no parece que un equipo que tenía por estrella a ese perdedor resignado que era Rexach pudiera hacer nada contra una secta balompédica adicta a la unión y al éxito. Entre 1954 y 1990, La Banda se llevó 23 títulos. El Barça, ya entregado a las convulsiones internas y al victimismo, cuatro. Y el último conjunto que marcó época encadenando más de dos títulos seguidos antes de la llegada del Dream Team, fue aquella maravilla de la técnica llamada Quinta del Buitre.
Debieron de ser muy buenos. Jugaban al ataque y eran terribles. Aún tienen el récord, con Schuster a la batuta, de haber sido el equipo más goleador de la historia de la Liga. Butragueño driblaba en un palmo y Hugo Sánchez podía enganchar de espaldas al mundo esos remates en que empalmaba apuntando de forma centera a la Sagrada Família. Martín Vázquez y Míchel eran los mejores volantes de España. Buyo tenía alas y hasta Sanchis, Tendillo, Chendo o Camacho daban miedo. Sin embargo, aquella gente nunca gustó a nadie en Barcelona. Ningún niño les tenía en sus carpetas, tal vez sí en sus pesadillas.
Para ellos este silencioso reconocimiento.