martes, 31 de julio de 2012

Oda a unos gayumbos



Cualquier aficionado a este deporte sabe que superstición y fútbol son dos enamorados intempestivos, vigorosos y entregados. Los raptos amatorios de esta relación se suceden en los vestuarios, en los banquillos, sobre el césped, en las gradas y, por supuesto en los cajones de la ropa interior. Cuántos futboleros esconden allí, dobladitos y pacientes, su amuleto inmortal, su sufrido Excalibur.

Permitan, pues, que les hable de mis calzoncillos, me veo en la urgencia de hacerlo. Fueron unos fieles compañeros de viaje desde el horror gaspartiano. Se dieron de sí con Ronaldinho y sufrieron la corrosión imparable de los aminoácidos con la explosión de Messi y compañía. Al principio los usaba como escudo en cualquier desplazamiento complicado, en partidos importantes.  Vivieron infinitos desastres y, por supuesto, el horror del Tamudazo. Con el tiempo y el éxtasis, aprendí a reservarlos; sólo precisaba de sus oscuros poderes en las grandes citas. La cosa tenía su enjundia, ya que debía estar seguro de que estarían en el cajón antes de cada partido a vida o muerte. En los rigores de mayo convenía, ya imaginan, lavarlos sin demora para ajustarse al calendario. Y no les engañaré: ¡cuántas veces fue imposible lavarlos a tiempo, y tuvieron que cambiar, pobres, el confort de la bolsa de la ropa sucia por mi aterrorizada entrepierna! Ése fue el caso de nuestra mejor noche, la del Iniestazo: siempre les agradecí secretamente aquel alarido en Stamford Bridge.

El último capítulo de estos héroes del balompié se ha comenzado a escribir esta mañana. Forzado por la necesidad, me los he puesto, para descubrir con horror que se habían dado de sí, que a duras penas cumplen su sórdida función, piden a gritos una jubilación y pasar al cielo de los gayumbos. Pero tal vez aún puedan dar de sí: es mucho lo que han dado, me han acompañado desde muy lejos y a lo mejor aún obran milagros, aunque no sea como calzoncillos, sino como astroso y deforme pañuelo. Mientras yo estudio el caso de mi amuleto, y confronto mis supersticiones y mi fe con mi escaso raciocinio, hagan ustedes un ejercicio similar y valoren la eventual renovación de Puyol.

viernes, 27 de julio de 2012

El gafe


Ayer un japonés le metió un gol a España y tras la victoria lloró como un niño. Puede pensarse que lloraba por ese tanto, que valió un triunfo en el debut olímpico, o tal vez que, al haberse lesionado antes de acabar el primer tiempo, se puso tierno. En efecto, las lesiones ponen emocionales a los futboleros y habría que hablar del desastre de Muniesa.

No esperábamos que una pachanga veraniega fuera tan trascendente, pero difícilmente este central olvidará la fecha. Su historial clínico ya era, antes del partido, digno de veterano de Vietnam. Que se haya roto el cruzado de su rodilla buena le convierte ya en un auténtico gafe. Recordemos, aunque sea con calidad Christanvaliana, cómo fue su estreno en el primer equipo.

Debo confesarles que tanto Muniesa como Bartra me han impacientado: en un primer equipo sin defensas y donde aparece un tal Fontàs (88 kilogramos, no olviden), ni se han asomado. En el B no parece que hayan brillado especialmente. Aun así, siento debilidad por el pobre Muni. En cierta ocasión coincidí con él en un ascensor: el aspirante a crack subía a reunirse con su representante (hermano de Guardiola) en compañía de su madre y de una estupenda jamelga. Y el chaval, en semejante compañía, no paraba de reír, ajeno a la posibilidad de romperse innumerables veces cuando sólo le queda dar el último paso, ajeno a la posibilidad de no triunfar, de unirse a la larguísima lista de promesas truncadas por una inoportuna lesión. Contra todo pronóstico, me pareció un chaval encantador.

Esta nueva catástrofe debe recordarnos que somos muy del gafe. El caso Abidal ha hecho que toda fatalidad médica nos parezca pequeña, pero créanme, lo de Muniesa es muy gordo. Si se recupera al máximo nivel, estaremos hablando de un auténtico superviviente, de un defensa al que uno siempre querría en su equipo.

domingo, 22 de julio de 2012

Lo que le sobra al genio



"Y aunque no haya algo que nos mueve, no es posible estar quietos, no en nuestro sitio, como si de nuestra mera respiración emanasen rencores y deseos vacuos, tormentos que nos podríamos haber ahorrado".
Javier Marías,  Mañana en la batalla piensa en mí


Hace unos meses Javier Marías escribió el brillante artículo Lo que le falta al genio, en que desgrana desde su madridismo el asombro que le produce el juego de Leo Messi, y en que defiende que La Bestia Parda no ha ingresado aún en el círculo de dioses de Pelé, Maradona, Di Stéfano y Cruyff porque su figura carece de "complejidad", de misterio. Según detalla, el 10 azulgrana le produce "admiración y espanto, asombro y reverencia" pero sin embargo, no le despierta "fascinación". El escritor sostiene que a Messi le falta una mínima "inteligencia no estrictamente futbolística". Si me permiten el resumen, el escritor cuestiona el carisma de Messi, que contrapone a las arrolladoras personalidades de los cuatro grandes. 

Y ésta es una cuestión recurrente cuando se comenta la grandeza de La Bestia con la que queríamos discrepar aquí. Es cierto que Messi no es de los que hace gestos a la grada. No suele caer en demagogias búlgaras ni en épicos discursos en el vestuario. Pero cada vez que toca el balón, cada vez que grita gol, sus compañeros, su pueblo, se saben protegidos de todo mal, olvidan el miedo. Y a la inversa les ocurre a los rivales. ¿Qué es el carisma, sino esa facultad sobrenatural?

A muchos les decepciona que Messi no sea Muhammad Ali, que no se aplique al trash-talking, que no sea altanero ni portugués, que no se comunique durante la competición, que esté más cómodo entre niños que con la prensa. Sabemos que de vez en cuando sí se expresa: aún llora en las derrotas y hace a penas tres meses se encerró en un lavabo de pura rabia. Pero lejos de vulgarizarle, ese silencio le corona. Para cualquiera que haya jugado a fútbol eso es justamente lo más asombroso de este fenómeno. No dice ni mu. Lo decían sus compañeros a los 10 años y lo dicen sus compañeros de ahora. Messi extiende su jerarquía con el balón cosido al pie, no con gestos públicos. Dos veces rompió esa frugalidad: la primera fue un aviso, antes de la final de Champions de 2011 en que advirtió al mundo de que se preparaba para la mejor actuación de su vida. La segunda, una fugaz respuesta al Mal Absoluto, con un gesto que parecía decir, precisamente, que hablar es de imbéciles, o de mortales. Lo cierto es que el hecho de que un futbolista -¡un futbolista!- se maneje en el silencio es insólito: en la jungla del potrero y la selva de los vestuarios, el mutismo es simple y llamamente un suicidio. 

Habla Marías de la "fascinación" que no siente con el chaval que no crecía, con el niño a quien rompieron la pierna en su segundo partido en el Barça. Sólo podemos invitarle a recordar la mirada de Messi tras la última eliminación europea, que llegó después de que fallara un penalti decisivo. Esa mirada, en la derrota, desentraña la clave profunda de un personaje que de niño se comunicaba con el mundo a través de una amiga que interpretaba sus gestos y silencios. Ese inmenso odio a perder volverá a trotar este martes en un terreno de juego y con él, nuestras vidas recuperarán brillo. Quienes dudan aún no deben perderse ese partidillo intrascendente. Observen al 10, calibren su sabiduría, su juego de viejo, su inconmovible amor por el balón. Observen qué enigmas laten bajo esa mirada opaca. Rencores y deseos.  Fascínense. Es el fútbol, que ha vuelto.

martes, 17 de julio de 2012

La última (y dolorosa) lección de Rijkaard



Este agujero erró estrepitosamente el día que Guardiola fichó como entrenador y hoy da vergüenza haber sido tan escéptico y tan crítico. Pero señoras, volveré a hacer lo propio con Tito Vilanova. Porque hay un error cavernario aun más escandaloso y sonrojante que aquel: la fe que mostramos en la 2007-2008 hacia el agonizante equipo de Rijkaard que fue brutalmente humillado por La Banda.

Les hago memoria: aquel Barça cayó en semifinales de Copa contra el Valencia, en las de Champions contra el United y acabó la Liga a 18 puntos de los Gutis y por debajo del Villarreal. ¿Cómo pudo ser posible? La respuesta, sin duda, está en la falta de valentía de Laporta, Txiki y Rijkaard el verano anterior. Un equipo que venía de sufrir la humillación del 4-0 en Getafe y el derrumbe de los caipirinhas evitó increíblemente la guillotina en las vacas sagradas. Y lo crean o no, sólo se fueron gentes honradas como Giuly, Gio o Belletti, junto a secundarios como Motta, Belletti o Maxi López.

Así nos lució el pelo: ni Messi, ni Iniesta, ni Xavi -se acercaban ya los tres a su mejor nivel-, ni los recién fichados Henry, Touré, Abidal o Milito pudieron aquel año evitar los sucesivos varapalos. Y como icono de aquel inmovilismo, el hierático rostro de Rijkaard aparecía siempre como telón de fondo de la decisión de apostar un año más por los ganadores de la segunda Champions. Cada dos domingos le repetía la misma cuestión en las ruedas de prensa de después del partido: "¿Aún hay que creer en este equipo?". Invariablemente respondía que sí, y que sí, y que sí. Pasado el tiempo, acabé por entender que Frank no quiso renovar a fondo el vestuario por lealtad, porque les debía demasiado a aquellos campeones. Pero su lealtad con el vestuario trajo un año de vergüenzas casi ininterrumpidas.

Hoy, viendo a nuestro nuevo entrenador, que me gusta porque es tartamudo, y porque es de la casa, y porque sabe de fútbol, y porque es discreto, he recordado al postrero Rijkaard. Y me he temido que los infames a quienes les daba pereza jugar en los campos menos glamurosos sobrevivirán inmerecidamente al verano. Eso sería letal.

Déjenme gritar una vez más: Tito, boma yé.

jueves, 12 de julio de 2012

Uno de los nuestros



La muy íbera costumbre de embellecer las biografías de los difuntos en cuanto traspasan siempre nos pareció una estupidez. No nos engañemos, pues: cada una de las 173 veces que Keita salió al campo como azulgrana y dejó en el banco a Iniesta, a Xavi, a Busquets o a los niños del filial, algunos nos llenábamos de melancolía y pensábamos que nuestros días están contados y que el fin se avecinaba.

Fue un jugador honrado, serio, a días hasta parecía que aprendía a jugar al primer toque. Anotó goles que no eran goles, sino obras maestras, combinó con futbolistas que dentro de 100 años estarán en la memoria colectiva y jamás lloró por haber ido a parar al único equipo del planeta en que había cinco centrocampistas mejores que él.

Pero ahora que ha tirado su carrera por la borda para ir a China a lucrarse, Keita nos recuerda ante todo que es en la cocina del vestuario donde se ganan los títulos; allí él era imprescindible. La devoción que sintió siempre Guardiola nos recuerda la distancia que hay entre los informadores y opinadores y los que verdaderamente sabía lo que era el Barça. En realidad, el equipo de los 14 títulos fue un equipo con gente muy generosa y muy competitiva. Y todo apunta que eso, precisamente, es lo que echaremos de menos el año próximo. O la lista de bajas de vacas sagradas empieza a crecer o ya nos podemos acostumbrar a la inaudita sensación de escuchar: "Esto con Keita no pasaba".

Adiós, Seydou, lúcrese a fondo, que el mundo está muy mal. Nuestras disculpas si nunca le aplaudimos como merecía. Pero sabemos que su presencia, en esos 14 pósters, fue imprescindible.

domingo, 8 de julio de 2012

Altafulla y el fútbol



El fútbol se ha dado cita este domingo en Altafulla. Un día histórico. Este pequeño municipio de Tarragona ha visto desfilar a sabios como Rijkaard o Guardiola, a héroes inmortales como Xavi o Iniesta. Y el mar azul de esta localidad se ha estremecido localizando entre los invitados al castillo de Tamarit a un tío bajito y tímido que es el mejor jugador que jamás veremos. Sí señores, Messi ha mirado la playa que nos vio crecer.

Bajo los muros de este castillo, lejos del fasto, de la música, del kitsch y del pastel y de las leyendas, el fútbol humilde siempre existió en este lugar. En sus playas, donde aún pueden encontrarse cañas, jugar es habitual a pesar de los padres vociferantes, a pesar del calor, de los desniveles de la playa, de los bikinis. En estas playas nacieron y murieron equipos legendarios de los que en algún momento daré cuenta. Y ya les conté en su día que el mejor futbolista que han dado esos lares es este superhéroe.

En Altafulla hay pistas de fútbol sala y varios cámpings destartalados; de la coexistencia de ambas se deriva que los partidos duros, con entradas salvajes, caños malparidos, agresiones e insultos siempre han estado ahí. Para empeorar el asunto, permitan un breve comentario sobre el peculiar carácter de los futboleros altafullenses: son antipáticos y cerriles, por lo común indocumentados y marcados por dos odios: el odio al Torredembarra, equipo vecino, y el odio a los forasteros que llegaban de Barcelona a explicarles cómo se juega al fútbol.

Se ha visto mucho y muy bueno, y muy duro, y muy auténtico, en Altafulla. Se han visto chilenas maravillosas, y regates recién salidos de Brasil, y entradas salvajes con uñas perdidas. En estas mismas playas donde de vez en cuando hay muertes, y donde cada vez se pesca menos, una vez vimos desencadenarse la tormenta del fin del mundo para poner fin a una batalla campal que se produjo durante la tanda de penaltis de la final del campeonato de turno. Todo empezó con una chancleta arrojada al chutador de un penalti, recuerdan los que vivieron aquel hilarante y multitudinario sonrojo.

En las playas de Altafulla se divisó en una memorable ocasión a Frank Lampard observando el horizonte, preguntándose sin duda por la fealdad absoluta de Chelsea. Otra vez se vio al ogro Oliver Kahn con su mujer y prole. Ante todo, en Altafulla aún se ve a niños pedaleando contra la subida con una pelota bajo el brazo en dirección al campo de fútbol. Lo hacen a las cuatro de la tarde, cuando los padres aún no han apurado el café. Sudan. Llegan al esplendor del campo vacío, todo polvo y arena, y comienzan a chutar roscas a la portería con el sol como único testigo. Chutan, y corren a recoger el balón. Y chutan, y lo recogen de nuevo. Y luego, si tienen suerte, llega otro futbolero en su bici, y ya son dos chutando, ajenos a todo castillo, a toda boda y a todo Dios.

martes, 3 de julio de 2012

Los nunca vistos (X): Ch.



Muchos de los que jugaban y entrenaban con él nunca supieron su nombre. Sí su apellido, un monosílabo japo. Por eso, por su condición de portero, su gesto adusto y sus reflejos felinos, para muchos siempre tuvo algo de ninja o de monje shaolin.

Ch. era portero de fútbol sala de noche e informático criado en L'Hospitalet de día. Había jugado en el Barça y creo recordar que también en la selección catalana en categorías inferiores. No era una bestia musculada, ni un armario de 1,95 de los que se estilan en la elite del futsal. Era un tío delgado de estatura media. Eso sí, en los estiramientos tenía la costumbre de descansar la oreja sobre la rótula.

Esa flexibilidad y sus reflejos le convierten, de largo, en uno de los mejores porteros que he visto jamás. Con mucho, era el más poético. Gritaba poco, a penas sudaba y era sólo correcto con los pies. Pero hacía paradas imposibles. De todos los goles que dejó en el limbo y de toda la euforia que frustró, nada fue comparable a lo que le vimos hacer en el pabellón municipal de Almuñécar, Granada, donde nosotros, el Olesa de Montserrat, se jugó el ascenso a la División de Plata en junio de 2001. A la ida, cómoda victoria por 7-2 ante el campeón de Andalucía. El partido de vuelta era una encerrona en toda regla a la que acudimos sin portero suplente.

El rival, que por lo demás era un equipazo, marcó el 1-0 en el primer minuto y el pabellón entró en erupción. La presión en la pista era asfixiante, y la de la grada, peor. Además del rival para ascender tras un año de éxitos, éramos catalanes en los albores del aznarismo cafre. Nunca olvidaré que en una carrera de calentamiento desde media pista hasta el córner acumulé siete escupitajos en la camiseta. (Fue toda mi aportación al juego, habida cuenta de que no llegué a jugar). Vi desde allí cómo Ch. sufría un bombardeo brutal en los primeros diez minutos. El Olesa estaba bloqueado y los ataques caían de todas partes. Pudo encajar cinco o seis más pero la suerte estaba de su parte.

Pero una acción finiquitó el partido sobre el minuto 12. Dos atacantes solos en el área ante Ch. Perfecto pase de la muerte con el portero caído al suelo en el primer palo para el remate a placer en el segundo. El verdugo remató limpiamente y a placer. En ese momento, aquel héroe silencioso se teletransportó (¡fs!) por encima de la línea de gol al encuentro del balón. Increíblemente lo atrapó con una mano. 3.000 pares de manos andaluzas se posaron en sus respectivas cabezas en señal de lamentación. Algún jugador del rival se echó al suelo en señal de desesperación. Y el inconmovible Ch., que nunca celebraba una parada, se levantó con un gesto simple y elevó el balón, que agarraba como si fuera un recién nacido o una canica, mostrándolo a todo el pabellón.

Después de aquello, el rival supo que no ganaría y se hundió. Empatamos y enfriamos el partido para acabar cediendo un cómodo 3-1, nos sobraron tres goles y subimos a Plata. Al día siguiente, la crónica del diario comarcal Regió 7 ni siquiera nombraba a Ch. Los que le vieron aquella tarde en Almuñécar difícilmente habrán olvidado al portero silencioso que hizo la mejor parada que jamás habrán visto.